martes, 12 de julio de 2011

Tras el silencio

Tras una pausa de producción, no aletargada precisamente, escribo palabras de vacaciones esperando tener un letargo veraniego de lo más productivo. Redacto junto a una ventana a través de la que veo caer una lluvia de verano parecida a la que le cae encima a El Manco de un conocido western.

A diferencia de otros escritos en este no pretendo dar a conocer una historia ocurrida sino simplemente dejar fluir la espontaneidad como la del caminante que no pretende llegar a ningún sitio mientras pasea por la ciudad, es decir, un andar suave pero animado que solo es guiado por las apetencias que puedan sugerir los sentidos en un momento de falta de obligaciones.

Ejemplo de lo último podría ser algo como el bajar por la Rambla con un paso que podría ser a ritmo de una pieza de Lacho Drom (recomiendo La Verdine) algo animado, como pretendiendo buscar el sitio donde uno fuera esperado para, pongamos, una cita. Una vez ese paso pasa, empieza algo más lento, más de película francesa. Girar a la izquierda en carrer de la Canuda, esquivar turistas y carteristas mientras se fuma un cigarrillo y se martillea el suelo con bastón de punta dura; se gira en Portal del Àngel buscando, váyase a saber qué y se enfila uno hacia la catedral tras señalar a dos holandeses despistados la dirección a Plaza Catalunya.

Una vez en frente de la catedral, vuelve aquel sobre sus pasos para coger carrer del Bisbe y llega a la Iglesia de Sant Sever pero no baja por aquella calle perennemente encharcada sino por el callejón que lleva la plaza de Sant Felip Neri a un paso más sosegado (como en Lentement Mademoiselle de Django Reinhadt). Para en la fuente y se ata el zapato izquierdo, no sin que caiga el bastón que se había reclinado en la repisa donde apoya el pie.

Luego, tras quitarse las gafas tintadas, se mira el paredón de la iglesia del santo que da nombre a la plaza, horadado por incontables balas que en tiempos desafortunados segaron las vidas de múltiples clérigos, religiosos y algún laico. Con tal pensamiento en la mente, el paseante, no puede parar en la terraza de la plaza a tomar nada, así que continúa hacia Sant Sever y asciende unos metros para mirar que piezas nuevas tienen en aquella joyería tan rara. De tan especial que es el genero, el nombre del establecimiento pasa completamente desapercibido.

Tras ver pendientes que son cascaras de huevo, gemelos en forma de revolver y colgantes que imitan hojas, sale y va calle abajo hasta Baixada de Santa Eulalia y, después de ésta, tuerce la derecha en carrer dels Banys Nous casi siendo atropellado por un ciclista barbudo, cosa que le enerva un poco haciendo más propio un tema más grave para sus andares (Cavalerie, también del maestro Reinhardt).

Al llegar a la esquina de Banys Nous con Carrer de la Palla mira el escaparate de pastas y tartas del Arcadia, el salón de té esquinero. Viendo aquella suculenta tarta de higos que tantas tardes de lunes le ha hecho pecar decide que es momento de un segundo desayuno, total, es muy pronto para un aperitivo. Se sienta en la mesa del centro de la sala de cara al gran ventanal sin cortinas a través del cual montones de curiosos admiran los manjares del aparador que hay en el interior. Es divertido curiosear las caras que pasan por delante de aquel cristal, sobre todo cuando se dan cuenta de que han sido descubiertas en su fisgoneo. Esto último suele invitar a entrar a más de un curioso en el que se despierta aquella complicidad de "Sí, la primera vez que entré yo también fui observado por un desconocido mientras miraba las pastas.

Tras el atracón uno puede acabarse la tisana e ir de vuelta la Rambla, coger calle del Carmen y ponerse en el patio de la Biblioteca Nacional a leer una novela de western de las de 75 pesetas comprada en cualquier tienda de la última calle y pasar el resto de la mañana entre Sol y sombra estando seguro que ni ha estado holgazaneando ni que su paseo ha sido vacuo.