martes, 26 de abril de 2011

Cubierto de salsa

Por falta de buenas historias en el último mes, he decidido que (por poner algo) público la siguiente fantasía.

En un pequeño restaurante del Borne barcelonés espera un chico joven y desaliñado, preocupado por cual será el motivo del retraso de ella y arrepintiéndose de la mala elección que ha hecho con su atuendo. Cierto que el gris es el nuevo azul pero hay algunas mezclas de tonalidades que son preferiblemente evitables.

Tiene miedo de haberse perfumado en exceso, que sus calcetines sean demasiado estridentes. ¡Qué coño! Está sentado a la mesa en un restaurante del Borne barcelonés.


Ella sigue sin aparecer y, como cualquier chico nervioso, elabora las más fatalísticas teorías, como "habrá tenido un accidente" u otras menos altruistas como "asimílalo, te han dado plantón". De repente pasa una gabardina por delante de los ventanales del restaurante, entra y se cuelga al lado de la puerta. Él está tan ocupado pensando en ella que no se da ni cuenta que la tiene delante, a punto de sentarse con él a la mesa.

Aunque ya había llegado, él seguía nervioso, las mujeres siempre le hacen sentirse como en un examen, un reto: le gusta satisfacerlas en sus expectativas sobre él sin dejar de actuar como suele hacer y con ello queda satisfecho. Una vez alcanzado este primer objetivo va a por uno mayor, en según que casos, muy difícil pero siempre más divertido: seducirla. Independientemente que su segundo objetivo sea la seducción, él no es un seductor, es decir, una cosa es ser seductor y otra muy distinta es ser UN seductor. El que es de los primeros, como él, atrae a todo el mundo; en cambio, los segundos atraen a un tipo de gente mucho más inmadura y superficial que generalmente hace escarnio de los primeros pero, valga el tópico, por pura envidia.

Volviendo a la mesa, él se levanta para cambiarle el sitio y darle una mejor perspectiva del restaurante, decisión tomada de manera poco premeditada dándole simplemente un punto de vista diferente pero no mejor. Empiezan a conversar de esto y aquello cuando les traen la carta y ella habla de compartir los platos cosa que a él le rompe los esquemas, a parte de no haberlo hecho jamás en una cita, él solo conoce sus propios gustos. Se pone más nervioso y aun más intentando no exteriorizarlo. El embrollo de qué proponer como plato comporatido tiene fácil solución ya que él no le hace ascos a ninguna comida y, por ello, le dice a ella que, siendo mejor conocedora del restaurante, elija los platos.

El decrecimiento de su nerviosismo a partir de aquí, si se expresara en una gráfica, sería radical pero alcanza un mínimo y vuelva a crecer cuando les preguntan poer el vino. Siendo un restaurante especializado en pescado, lo propio es pedir un blanco pero él no sabe más que de tintos y muy poco. Entonces, ya poniéndose en evidencia, le vuelve a pedir a ella que elija.

Al ser platos para compartir, él no sabe por donde empezar ni si empezar antes que ella. Se espera y sigue hablando de una tema tan recurrente como es el cine, evitando referencias pueriles como decir que la situación le recuerda a tal film o tal otro.

Comen, beben y hablan, como ya he dicho, de esto y de aquello hasta que terminan la comida. Otra vez se disponen a pedir, ahora: el postre. El toma la iniciativa y dice lo que le apetece pero no es del agrado de ella el mascarpone-toffe poniéndolo de manifiesto cuando habla del helado de avellana.

Ella se disculpa y se levanta de la mesa. Él queda solo, creyéndose observado por un millón de espectadores imaginarios como si estuviera en una película y supiera que es un personaje. Olvidando lo último, desde que ella se ha retirado, el helado de avellana se le ha hecho más y más apetecible y cuando ella está regresando, él pide el mencionado postre. Lo comen juntos, sin ceremonias hiperglucémicas pero con una recíproca mirada a laso ojos que no queda lejos del romanticismo.

Terminan y aparece la última y más brutal de las luchas en una cena: pagar la cuenta. En ese momento él se da cuenta de la gran mancha de salse en su camisa creando para si un ambiente más tenso. "¿Habrá visto mancha?" o "¿ha visto con qué torpeza me la he hecho?" son las preguntas que se le ocurren antes de pagar. ¿Qué hace? ¿Se deja vencer en esta batalla final mostrando una imagen infantil e inocente o paga ya actúa modestamente como un pagafantas? Distraído como está en su fuero interno acaba siendo invitado, de todos modos ha cedido ante el helado de avellana.

Al final, salen, encienden sendos cigarrillos, hablan de esto y de aquello, se besan y no piensan en nada (excepto por la mancha en la camisa). A pesar del tópico, todo es imperfectamente perfecto.

3 comentarios: