domingo, 15 de julio de 2012

Alexander Porter y Elisabeth Tourvel

Hace poco oí la siguiente historia.


           Una noche de mediados de junio de 1927 el S. S. Catherine, una nave de simple belleza surcaba el Támesis mientras se celebraba una fiesta a bordo. Cuando se acercaba al puente de Westminster se oyó como caía algo al agua. A pesar de que el sonido fuera amortiguado por el surcar de la barcaza y el repiqueteo de la lluvia sobre la cubierta una joven señorita que había salido a tomar el aire a proa vio claramente como una gabardina con alguien enfundado en ella se quedaba flotando en el agua. La chica pidió a uno de los marineros que encendiera una luz y enfocara aquella cosa.

El primer pensamiento de la joven dama y del marinero fue el más que obvio intento de suicidio; lejos de querer acabar con su vida, Alexander Porter había saltado al río por tedio. No estaba haciendo nada, paseaba, cerca de la medianoche, para matar su insomnio y se lanzó al agua para ahogar su aburrimiento y nadar los 100 metros que le separaban de la orilla sur.

Al grito de “Man overboard” el barco viró para pescar al nadador amateur, haciendo que muchos de los asistentes a la fiesta derramaran parte de sus bebidas los unos obre los otros.

A diferencia de aquel que saltó del Golden Gate de San Francisco, al quien se le atribuye la frase “a media caída me di cuenta de que era una mala idea”, Alexander Porter tuvo el mismo pensamiento pero una vez zambullido en las frías aguas de verano del Támesis.

Una vez pescado y cubierto con una inmensa toalla la chica le preguntó por qué y se quedó pasmada de cómo a alguien se le ocurriría saltar al río londinense en las horas largas de la noche, o cualquier otro momento del día para tal propósito. El pasmo paso en seguida  ser histeria y la chica se echó a reír. Apareció entonces el patrón de la embarcación con las mejillas muy rojas, por ello, a pesar de que intentaban hacerle entender la situación en su estado de embriaguez lo único que supo decir fue “lo que necesita este hombre es una copa”.

Entraron los tres en el improvisado salón de fiestas y tras perderse el patrón entre la multitud se acercaron la chica y Alexander Porter a la barra y les fueron servidos sendos vasos de ginebra.
            -Me llamo Elisabeth Tourvel- dijo mientras añadía agua tónica a su ginebra.
            -Alexander Porhjer- respondió atragantándose a su primer trago.
            -¿A qué se dedica?, a parte de a nadar por el Támesis cuando se aburre, señor Porter.
            - En realidad era mi primer día en el oficio y debido a usted no ha ido como esperaba pero el resto del tiempo estudio filosofía en el King’s College.

            Lo último que espera uno de situaciones como ésta es que el tema de conversación sea banal aunque generalmente los diálogos acaban divagando en rincones de la propia psique que hasta uno mismo desconoce que estén ahí. Elisabeth Tourvel era una apasionada de las lenguas y, como connaiseur del tema, Alexander porter le daba buena conversación.

            Las horas volaron para Elisabeth y Alexander, que ahora ya se tuteaban. Largo tiempo estuvo Alexander Porter añadiendo ginebra al agua del Tamigi como diría Lord Falstaff pero finalmente el S. S. Catherine atracó en el muelle de Temple y Alexander y Elisabeth se despidieron al llegar al Strand, dirigiéndose ella hacía Fleet Street y él hacía Covent Garden.

            Caminando en la lluvia de Maiden Lane fue donde empezó a sentir un vacío tremendo después del agradabilísimo rato que había pasado con la ropa empapada por su chapuzón. Dándose cuenta de su error, Alexander Porter corrió de vuelta al Strand, pasó por delante del Savoy y de su facultad y llegando a Fleet Street vio a Elisabeth Tourvel refugiada de la lluvia bajo un porche, la reconoció por su curioso sombrero granate.

            Se le acercó, despeinado y mojado, aunque no tanto como recién salido del Támesis. Ella estaba distraída viendo el chaparrón esperando que aflojara o bien pasara un taxi.

            -hola otra vez- ella se giró con cara de sorpresa que se tornó rápidamente en una sonrisa- ¿Podría volver a verte?

            Se hizo un silencio solo interrumpido por la lluvia y el chirrido de los frenos de un taxi.

            -Sí, déjame que té dé mi dirección- sacó él una empapadísima agenda y su pluma. Entonces se demostró que el agua fluvial no es buena para escribir. Buscó ella en su bolso una libretita y tras garabatear sus señas arrancó la página y se la dio a Alexander para luego subir al taxi. Alexander Porter guardó con sumo cuidado el papel en el bolsillo que sintió menos mojado  y volvía encaminare hacía Covent Garden, vivía justo detrás de la Opera.

            Llegó a casa algo más empapado que cuando salió del Támesis pero con una sonrisa tan grande como su cansancio.

            Se despojó de la increíblemente mojada gabardina, pudiera haberse dicho que había más agua que tela. Vaciando sus bolsillos vio otra vez la nota de Elisabeth Tourvel: 54 St. Bride Street. La dejó sobre la mesilla de noche, se desnudó y, después de secarse un poco, se metió en la cama.


            Por la mañana, dos horas después de acostarse, sonó el despertador. Mientras lo buscaba con la mano muerta, porque se le dormían los brazos ya que le gustaba dormir boca abajo, tiró la nota de Elizabeth Tourvel y al levantarse se le pegó al pie. La cogió y se dio cuenta que por la parte de atrás había algo más escrito.

sido horrible de no haber aparecido Alexander Porter.
Es el hombre más extraordinario que jamás he conocido.
15/06/1927
                           .


            Por su parte, Elisabeth Tourvel se despertó muy tarde. Lo que hizo que se levantara fueron los timbrazos que sonaban. Alguien llamaba a su puerta. Un desaliñado chico con delantal marrón sucio de tierra esperaba al otro lado de la puerta.

            Se puso una bata, se arreglo el pelo y abrió la puerta para recibir un ramo de rosas del boquiabierto repartidor quien al superar su estupefacción dijo:
            -Con el aprecio del señor Alexander Porter.

            Despidió al chico y se sentó cerca del ventanal que daba a la calle para poner las flores en la mesilla de café cuando vio una nota. Un papel arrancado de una libreta que había estado empapada. Decía:


           Me hubiera ahogado de no haber sido por Elisabeth Tourvel.
Es la mujer más maravillosa que jamás he conocido.
A. P.

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