Una noche de mediados de junio de 1927 el S. S. Catherine, una nave de simple belleza surcaba el Támesis mientras se celebraba una fiesta a bordo. Cuando se acercaba al puente de Westminster se oyó como caía algo al agua. A pesar de que el sonido fuera amortiguado por el surcar de la barcaza y el repiqueteo de la lluvia sobre la cubierta una joven señorita que había salido a tomar el aire a proa vio claramente como una gabardina con alguien enfundado en ella se quedaba flotando en el agua. La chica pidió a uno de los marineros que encendiera una luz y enfocara aquella cosa.
El primer pensamiento de la joven
dama y del marinero fue el más que obvio intento de suicidio; lejos de querer acabar
con su vida, Alexander Porter había saltado al río por tedio. No estaba
haciendo nada, paseaba, cerca de la medianoche, para matar su insomnio y se
lanzó al agua para ahogar su aburrimiento y nadar los 100 metros que le
separaban de la orilla sur.
Al grito de “Man overboard” el
barco viró para pescar al nadador amateur, haciendo que muchos de los
asistentes a la fiesta derramaran parte de sus bebidas los unos obre los otros.
A diferencia de aquel que saltó del Golden Gate de San Francisco, al quien se le atribuye la frase “a media
caída me di cuenta de que era una mala idea”, Alexander Porter tuvo el mismo
pensamiento pero una vez zambullido en las frías aguas de verano del Támesis.
Una vez pescado y cubierto con
una inmensa toalla la chica le preguntó por qué y se quedó pasmada de cómo a
alguien se le ocurriría saltar al río londinense en las horas largas de la
noche, o cualquier otro momento del día para tal propósito. El pasmo paso en
seguida ser histeria y la chica se
echó a reír. Apareció entonces el patrón de la embarcación con las mejillas muy
rojas, por ello, a pesar de que intentaban hacerle entender la situación en su
estado de embriaguez lo único que supo decir fue “lo que necesita este hombre
es una copa”.
Entraron los tres en el
improvisado salón de fiestas y tras perderse el patrón entre la multitud se
acercaron la chica y Alexander Porter a la barra y les fueron servidos sendos
vasos de ginebra.
-Me
llamo Elisabeth Tourvel- dijo mientras añadía agua tónica a su ginebra.
-Alexander
Porhjer- respondió atragantándose a su primer trago.
-¿A
qué se dedica?, a parte de a nadar por el Támesis cuando se aburre, señor
Porter.
-
En realidad era mi primer día en el oficio y debido a usted no ha ido como
esperaba pero el resto del tiempo estudio filosofía en el King’s College.
Lo
último que espera uno de situaciones como ésta es que el tema de conversación
sea banal aunque generalmente los diálogos acaban divagando en rincones de la
propia psique que hasta uno mismo desconoce que estén ahí. Elisabeth Tourvel
era una apasionada de las lenguas y, como connaiseur
del tema, Alexander porter le daba buena conversación.
Las
horas volaron para Elisabeth y Alexander, que ahora ya se tuteaban. Largo
tiempo estuvo Alexander Porter añadiendo ginebra al agua del Tamigi como diría Lord Falstaff pero
finalmente el S. S. Catherine atracó en el muelle de Temple y Alexander y
Elisabeth se despidieron al llegar al Strand, dirigiéndose ella hacía Fleet Street
y él hacía Covent Garden.
Caminando
en la lluvia de Maiden Lane fue donde empezó a sentir un vacío tremendo después
del agradabilísimo rato que había pasado con la ropa empapada por su chapuzón. Dándose
cuenta de su error, Alexander Porter corrió de vuelta al Strand, pasó por
delante del Savoy y de su facultad y llegando a Fleet Street vio a Elisabeth
Tourvel refugiada de la lluvia bajo un porche, la reconoció por su curioso
sombrero granate.
Se
le acercó, despeinado y mojado, aunque no tanto como recién salido del Támesis.
Ella estaba distraída viendo el chaparrón esperando que aflojara o bien pasara
un taxi.
-hola
otra vez- ella se giró con cara de sorpresa que se tornó rápidamente en una
sonrisa- ¿Podría volver a verte?
Se
hizo un silencio solo interrumpido por la lluvia y el chirrido de los frenos de
un taxi.
-Sí,
déjame que té dé mi dirección- sacó él una empapadísima agenda y su pluma.
Entonces se demostró que el agua fluvial no es buena para escribir. Buscó ella
en su bolso una libretita y tras garabatear sus señas arrancó la página y se la
dio a Alexander para luego subir al taxi. Alexander Porter guardó con sumo
cuidado el papel en el bolsillo que sintió menos mojado y volvía encaminare hacía Covent
Garden, vivía justo detrás de la Opera.
Llegó
a casa algo más empapado que cuando salió del Támesis pero con una sonrisa tan
grande como su cansancio.
Se
despojó de la increíblemente mojada gabardina, pudiera haberse dicho que había
más agua que tela. Vaciando sus bolsillos vio otra vez la nota de Elisabeth
Tourvel: 54 St. Bride Street. La dejó sobre la mesilla de noche, se desnudó y,
después de secarse un poco, se metió en la cama.
Por
la mañana, dos horas después de acostarse, sonó el despertador. Mientras lo
buscaba con la mano muerta, porque se le dormían los brazos ya que le gustaba
dormir boca abajo, tiró la nota de Elizabeth Tourvel y al levantarse se le pegó
al pie. La cogió y se dio cuenta que por la parte de atrás había algo más
escrito.
sido horrible de no haber aparecido Alexander
Porter.
Es el hombre más extraordinario que jamás he
conocido.
15/06/1927
.
Por
su parte, Elisabeth Tourvel se despertó muy tarde. Lo que hizo que se levantara
fueron los timbrazos que sonaban. Alguien llamaba a su puerta. Un desaliñado
chico con delantal marrón sucio de tierra esperaba al otro lado de la puerta.
Se
puso una bata, se arreglo el pelo y abrió la puerta para recibir un ramo de
rosas del boquiabierto repartidor quien al superar su estupefacción dijo:
-Con
el aprecio del señor Alexander Porter.
Despidió
al chico y se sentó cerca del ventanal que daba a la calle para poner las
flores en la mesilla de café cuando vio una nota. Un papel arrancado de una
libreta que había estado empapada. Decía:
Me
hubiera ahogado de no haber sido por Elisabeth Tourvel.
Es la mujer más maravillosa que jamás he conocido.
A. P.
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